martes, 17 de marzo de 2015

ESTADOS UNIDOS Y AMÉRICA LATINA


Entre otras novedades, la presencia de Barack Obama en el despacho principal de la Casa Blanca implicó la salida de América latina de la lista de prioridades de la política exterior de Estados Unidos. Nos habíamos acostumbrado a leer y escuchar esa afirmación hasta que el 17 de diciembre pasado, transcurridas ya tres cuartas partes de sus dos mandatos, el presidente norteamericano sorprendió al mundo al anunciar el inicio del descongelamiento de la relación bilateral con Cuba, confirmado un rato después por su colega de la isla, Raúl Castro.
Excepto para los anticastristas más recalcitrantes, se trató de una buena noticia: la enemistad diplomática entre Estados Unidos y Cuba, y su mayor consecuencia práctica ‒el embargo económico y comercial a la isla‒, no ayudaron a mejorar la vida de las personas en ninguno de los dos países y, como es obvio, ni siquiera contribuyeron al objetivo político de debilitar a la longeva dictadura cubana.
La novedad fue recibida como un necesario baño de sentido común para la históricamente conflictiva relación entre Estados Unidos y América latina. Así lo interpretó, entre otros, el notable historiador y ensayista mexicano Enrique Krauze, según lo expresó en dos artículos publicados en El País, de Madrid, y reproducidos en su imperdible sitio web (http://www.enriquekrauze.com.mx/joomla/index.php/opinion.html), bajo los títulos “¿El fin el antiamericanismo?” y “Obama lee a Martí”. En el primero afirma que “con ese solo acto [el anuncio del 17 de diciembre] Obama ha comenzado a desmontar una de las más antiguas y arraigadas pasiones ideológicas del continente”, y en el segundo parafrasea a José Martí ‒quien en su ensayo Nuestra América, publicado en 1891, cuando llevaba nueve años viviendo en Nueva York, afirmó que Estados Unidos era el país poderoso que “desconoce y desdeña” a sus vecinos‒, al sostener que, con esa iniciativa, “Obama reescribía la historia: ni nos desdeña ni nos desconoce”.
Sin embargo, menos de tres meses después del rutilante anuncio sobre Cuba, la Casa Blanca hizo otro que pareció ir en sentido opuesto al primero. El 9 de este mes, un decreto de Obama declaró a Venezuela “inusual y extraordinaria amenaza” para la seguridad norteamericana, e impuso sanciones económicas y migratorias a siete altos funcionarios venezolanos.
La medida sonó extemporánea por varias causas: por la simultaneidad con el descongelamiento de la relación bilateral con Cuba, que es el principal aliado de Venezuela en la región; porque ninguno de los motivos que invoca el decreto es reciente ‒ni siquiera la creciente represión ilegal de la oposición‒, y porque el régimen chavista está en su momento de mayor fragilidad histórica. Varios hechos concurren a sostener este último argumento:
● La fragmentación del poder dentro del oficialismo, expresada, por ejemplo, en las constantes marchas y contramarchas del presidente Nicolás Maduro con respecto a sus intentos fallidos de diálogo con la oposición y los empresarios privados, y a la política cambiaria.
● La caída brutal de la imagen positiva del mandatario y su gobierno, reflejada recientemente en valores muy similares (ahora es entre 70 y 80 por ciento negativa) por una encuestadora independiente y otra cercana al chavismo, así como de la intención de voto por el oficialismo (apenas por encima de 20 por ciento, contra casi 60 por ciento de la oposición) para las elecciones parlamentarias que deben realizarse este año pero aún no fueron formalmente convocadas.
● El derrumbe económico, como lo demuestran, entre muchos otros datos, el creciente desabastecimiento de artículos de consumo masivo; el aumento del gasto público, de 30,2 por ciento del PBI en 2013 a 41,1 por ciento en 2014; la caída de 44,6 por ciento en dos años de las importaciones ‒en un país que produce apenas 40 por ciento de lo que consume, según el Gobierno, y probablemente bastante menos‒, y la coexistencia de tres tipos de cambio oficiales que al viernes pasado tenían una brecha de 2.807 por ciento entre extremos (6,30 a 183,15 bolívares por dólar) y se extendía a 4.249 por ciento si se consideraba el mercado paralelo no oficial (274 bolívares por dólar).
● El creciente aislamiento regional del gobierno de Miraflores. En esto disiento parcialmente de lo que expresaron hace poco Julio María Sanguinetti (http://elpais.com/elpais/2015/02/25/opinion/1424874659_409731.html) y Mario Vargas Llosa (http://elpais.com/elpais/2015/03/05/opinion/1425574170_911524.html), cuando afirmaron que los gobiernos de América latina miran para otro lado con respecto a las evidentes violaciones de derechos humanos y de la democracia cometidos por el régimen chavista. Eso es cierto, pero además lo es que, por primera vez, también miraron para otro lado cuando el 12 de febrero Maduro hizo su enésima “denuncia” sobre un supuesto complot para derrocarlo con participación de Estados Unidos y Colombia, excepto por un tibio comunicado de la cancillería cubana ‒que tardó ocho días en publicarlo‒ y declaraciones de los presidentes de Bolivia, Evo Morales, y Ecuador, Rafael Correa, que se tomaron más de dos semanas para hacerlas.
Incluso, si fuera cierto que la decisión de la Casa Blanca tiene motivos no escritos en el decreto, como sostiene Carlos Alberto Montaner (http://www.elnuevoherald.com/opinion-es/opin-col-blogs/carlos-alberto-montaner/article14027963.html), tampoco ellos son nuevos ni podían ser desconocidos por Washington.
Lo cierto es que el decreto de Obama tuvo, al menos en Venezuela, un impacto bastante diferente del que podía esperarse en un análisis lineal. Por un lado, resultó un mazazo para las aspiraciones de la oposición de ganar protagonismo con vista a las decisivas elecciones legislativas (el parlamento unicameral se renueva íntegramente cada cinco años). Y, en la misma medida, obró como una inesperada dosis de oxígeno para el decadente relato del chavismo, pues Maduro consiguió autorización para legislar por decreto durante seis meses, entretuvo al siempre amenazante sector militar con maniobras multitudinarias y costosísimas, y volvió a ver ‒tal vez cuando ya no podía esperarlo‒ a los gobiernos latinoamericanos unidos a favor de Caracas. “Obama le sirve un pote de humo al gobierno de Maduro para no enfrentar los problemas que están afectando y están poniendo en peligro no la seguridad de Estados Unidos sino a todo el pueblo de Venezuela”, afirmó ayer el diputado Omar Barboza. “A Venezuela no vendrá ninguna invasión; los venezolanos estamos invadidos de problemas con los que luchamos todos los días”, agregó el gobernador Henrique Capriles.
¿Obama y sus asesores actuaron por impulso, sin medir las consecuencias? No parece verosímil. En cambio, me parece razonable la interpretación que me acercaron por separado un diplomático y una joven colega, ambos argentinos: se trata de una concesión del jefe de la Casa Blanca a los sectores conservadores del Congreso y el Departamento de Estado en momentos en que precisa de los primeros los votos para sancionar el fin del embargo a Cuba y el secretario de Estado, John Kerry, está negociando con Irán por su programa nuclear y admitió que deberá hacerlo también con Siria por el conflicto interno de este país. 
El tiempo dirá si la declaración de Venezuela como “amenaza” para la seguridad de Estados Unidos habrá sido simplemente un daño controlado y pasajero, o si le habrá dado a Maduro la excusa para desdecirse por decreto de que las elecciones parlamentarias se harán este año aunque “llueva, truene o relampaguee”, como prometió el 4 de este mes. El problema es que, mientras tanto, la evolución de la situación venezolana se mide cada vez menos en días o semanas y cada vez más en cantidad de víctimas.

domingo, 1 de marzo de 2015

JULIO CÉSAR STRASSERA: IN MEMORIAM


El viernes 3 de enero de 2014, a media mañana, conversaba con un amigo en el café Martínez de Corrientes entre San Martín y Reconquista, en pleno centro de Buenos Aires. En un momento, captó mi atención el ingreso en el lugar de un señor mayor, impecablemente vestido de blazer y corbata, que se sentó a la barra, muy cerca de la entrada, y pidió un café. Le dije a mi amigo:
‒ Fijate en ese tipo que entró. Me parece que es...
‒ Sí, es él, ratificó mi amigo, sin dudar.
Una vez que bebió tranquilamente su café, el hombre cruzó todo el salón, a paso lento pero erguido, para ir al baño. Lo seguí con la vista en todo el trayecto, lo mismo que un rato después, cuando lo cumplió en sentido opuesto y siguió hasta la calle.
Más de la mitad de las mesas del amplio salón estaba ocupada y en la mayoría de los casos, por personas no del todo jóvenes. Pero nadie lo reconoció.
Sólo para evitar una nueva descortesía hacia mi amigo, a quien había interrumpido bruscamente en la conversación para hacerle notar la presencia de aquel hombre, reprimí el deseo de ir a saludarlo y cambiar algunas palabras con él.
Era Julio César Strassera, el fiscal del histórico juicio de 1985 a los miembros de las primeras tres juntas de comandantes de las Fuerzas Armadas durante el último gobierno de facto, aquel que cerró su alegato con la inolvidable frase: “Señores jueces, nunca más”.
Desfilaron rápidamente por mi mente momentos de aquel largo proceso que cubrí como periodista. Entre ellos, la jornada del 14 de agosto de 1985. Esa tarde, después de casi cuatro meses y 833 declaraciones, habían terminado las audiencias testimoniales del juicio, y Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, aceptaron la invitación de un pequeño grupo de cronistas que casi todas las noches, desde el 22 de abril, buscábamos relajar la tensión que nos provocaba esa cobertura en las mesas del desaparecido restaurante Pichuco, en Talcahuano al 200. La sobremesa siguió hasta bien entrada la madrugada, en la vereda de una confitería en la esquina de Santa Fe y Carlos Pellegrini.
Si acaso me vio ese viernes de hace poco más de un año, Strassera no pudo reconocerme. Jamás volví a hablar con él desde aquella noche, de la cual habían pasado más de 28 años, y mi fisonomía había cambiado bastante en tan amplio intervalo.
Creo no exagerar si digo que considero a Strassera una suerte de héroe contemporáneo. Contra cierta opinión extendida en la última década, que ‒por analizarlo fuera de contexto, en el mejor de los casos, o con deshonesto interés, en otros bastante notorios‒ desmerece lo actuado en los primeros años tras la recuperación de la democracia en materia de persecución penal a los responsables de todas las formas de terrorismo, sostengo que Strassera hizo un aporte decisivo para dejar atrás la larga etapa de los golpes de estado y los gobiernos de facto en la Argentina. Por supuesto, no fue el único: la lista incluye a sus colaboradores en la Fiscalía, los jueces de la Cámara Federal, los integrantes de la Conadep y algunos miembros del gobierno que encabezaba el presidente Raúl Alfonsín. Y creo que lo hicieron heroicamente porque lo realizaron a pesar de la oposición o la indiferencia ‒según los momentos‒ del peronismo, que en 1983 votó la autoamnistía de los militares y en 1989 votaría los indultos, y cuando lo único que habían perdido las Fuerzas Armadas era el prestigio pero mantenían intactos el presupuesto y el poder de fuego.
 Aquella vez me alegró verlo a Strassera bien de salud a sus 80 años y caminando tranquilo por la ciudad ‒cómo olvidar que poco después de aquel histórico juicio, Alfonsín le dio un destino diplomático en Suiza porque temía que atentaran contra su vida‒, pero me entristeció que nadie lo reconociera. Hoy creo que su fallecimiento es apenas una formalidad que no modifica el lugar destacado que desde hace 30 años tiene en la Historia.
 
* * * * *
 
Versión actualizada de la nota publicada en este blog el 5/1/2014 (http://ajlomuto.blogspot.com.ar/2014/01/nadie-reconoce-un-heroe.html), con motivo del fallecimiento, anteayer, del doctor Julio César Strassera.

La nueva versión fue reproducida por el diario mendocino MDZ On Line:

http://www.mdzol.com/opinion/591107-nadie-reconocio-a-un-heroe/