domingo, 30 de noviembre de 2014

¿A QUIÉN LE IMPORTA LA EDUCACIÓN?



Los uruguayos van hoy a las urnas para elegir al próximo presidente. Nada hace presagiar una sorpresa. Todo indica que el sucesor de José Mujica será su correligionario Tabaré Vázquez.
El resultado de la primera vuelta sugirió una sociedad partida en dos: casi 48 por ciento votó por el candidato del Frente Amplio centroizquierdista que gobierna desde hace 10 años y casi 44 por ciento eligió la fórmula de alguno de los dos partidos tradicionales, el más nacionalista Nacional (blanco) o el más liberal Colorado.
“Muchos afirman que el país se encuentra dividido en dos mitades, pero no es tan así; los uruguayos tienen más cosas en común que las que reconocen en público”, me dijo el viernes la periodista uruguaya Ulrica Nagle. Probablemente tenga razón. Por más que el discurso populista de moda se resista a reconocerle carácter progresista, era el Partido Colorado el que estaba en el gobierno cuando Uruguay sancionó la educación laica, pública, gratuita y obligatoria, en 1876; el divorcio, en 1907, y el derecho de las mujeres a votar, en 1932 (en la Argentina, la ley de educación laica, pública, gratuita y obligatoria data de 1884; el divorcio legal rigió fugazmente entre 1954 y 1955 y volvió, se supone que definitivamente, en 1987, y el voto femenino existía de manera restringida desde 1862 pero se universalizó por ley en 1947). Y en 2009, aunque reeligió para el gobierno al Frente Amplio, la mayoría de los uruguayos ratificó en referendo por segunda vez ‒ya lo había hecho en 1989‒ la vigencia de la Ley de Caducidad que impide al Estado perseguir penalmente a militares y policías que cometieron delitos con “móviles políticos” durante la última dictadura (1973-85), y que fuera promulgada en 1986, un año después que la Ley de Amnistía que benefició a los guerrilleros que actuaron antes y durante aquel régimen de facto. La Ley de Caducidad fue sancionada en el Congreso con los votos de todos los legisladores del entonces gobernante Partido Colorado y la mayoría de los del Partido Nacional, y pese a la oposición del resto de los blancos y todos los del Frente Amplio.
Pero si algo iguala a los líderes políticos uruguayos, por encima de cualquier diferencia, es su preocupación permanente por la educación. Pueden disentir ‒y, de hecho, no se privan de hacerlo‒ en materia de políticas, planes, tiempos y demás matices para el sector, pero no hay discurso de campaña ni entrevista periodística de cierta profundidad en los que el tema esté ausente.
Julio María Sanguinetti (presidente en 1985-90 y 1995-2000, y, como escribió el periodista mendocino Mauricio Llaver y suscribo, “uno de los hombres públicos más interesantes de América latina”) no deja pasar ocasión para referirse a ello. “Tenemos que financiar una nueva educación”, exhortó en el primer Foro Iberoamérica, en 2000. Hace 20 días, cuando conversé con él en Buenos Aires, le pregunté cuáles son, a su juicio, los desafíos más urgentes de la región. “El primer gran desafío es la educación ‒me respondió‒. De 67 países que evalúa el PISA [Programme for International Student Assessment, o Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes], los ocho latinoamericanos estamos entre el puesto 53 y el 67. El último PISA, el de 2012, mostró a Uruguay en la peor evaluación de 2000 para acá. Y en la Argentina, siete de cada 10 muchachos de 15 a 16 años no llegan al nivel uno en matemática y 53 por ciento no llega al nivel dos en materia de lectura. Estamos hablando de la patria de Sarmiento. Mucha gente tiene una visión, a veces desde las gremiales, de que basta aumentar los sueldos y destinar recursos para que la mejoría ocurra. Y no es así. En Uruguay se aumentó mucho la dotación de recursos, eso es verdad, pasó de 3,5 por ciento del PBI a 4,6 por ciento del PBI, y nunca tuvimos peores resultados. Quiere decir que el tema no es simplemente dinero.”
En abril de 2009, ya lanzado a la campaña que lo llevó a la Presidencia, Mujica pronunció un recordado discurso ante científicos e intelectuales uruguayos. Dijo entonces: “El puente entre este hoy y ese mañana que queremos tiene un nombre y se llama educación. Y miren que es un puente largo y difícil de cruzar. Las inversiones en educación son de rendimiento lento, no le lucen a ningún gobierno, movilizan resistencias y obligan a postergar otras demandas. Pero hay que hacerlo, y hay que hacerlo ahora, cuando todavía está fresco el milagro tecnológico de internet y se abren oportunidades nunca vistas de acceso al conocimiento. Este nuevo mundo no nos simplifica la vida, nos la complica. Nos obliga a ir más lejos y más hondo en la educación. No hay tarea más grande delante de nosotros.”
Por supuesto, la educación estuvo en la primera línea de la campaña para estas elecciones. Antes de la primera vuelta, Vázquez propuso un sistema de bonos (subsidios) para que alumnos que hoy estudian en escuelas estatales puedan pasarse a colegios privados, y provocó reacciones. “Ha confesado que quiere privatizar la educación pública, a la chilena; nosotros vamos a defender la educación pública”, dijo el candidato blanco a vice, Jorge Larrañaga. También de “privatizar” habló la Federación Nacional de Profesores a través de su dirigente José Olivera, quien advirtió: “No estamos dispuestos a admitir que se haga con fondos del Estado. No está en el programa ni fue discutido por el Frente Amplio.” Para bajarle el tono a la polémica, el compañero de fórmula de Vázquez, Raúl Sendic, explicó que “el voucher es una herramienta transitoria que va a permitir dar cobertura donde la infraestructura pública no es suficiente”. Desde la vereda de enfrente, Lacalle Pou sostuvo que “hay una emergencia educativa” y el jueves pasado, al cerrar su campaña, aseguró que su “mayor desvelo” es lograr una “educación pública de calidad”.
Desde luego, los uruguayos no son los únicos preocupados por la educación. En mayo de este año, la entonces canciller del Perú, Eda Rivas, me decía: “En los dos últimos años, en mi país un millón de personas han dejado de ser pobres. Pero no basta sacarlas de la línea de la pobreza. Tenemos que integrarlas a un sistema productivo. Los programas sociales, en algún momento, si la política social tiene sus mejores efectos, tienen que desaparecer y convertirse en programas de desarrollo. El presidente Ollanta Humala ha emprendido reformas que no se han querido emprender antes porque a la gente no le gustan los cambios hasta que no ve los resultados positivos, y los resultados positivos no se tienen en cinco años. Una es la reforma en la educación. Nosotros ya rendimos la prueba PISA todos los años. La de este año no va a haber mejorado mucho, ya lo sabemos. A lo mejor nos van a criticar porque no ha mejorado, pero es que de un año a otro no va a mejorar. El asunto es la tendencia, y en eso estamos trabajando.”
Incluso en Ecuador, el presidente Rafael Correa ‒populista, bolivariano y acaso el más tenaz represor de la libertad de expresión en la región‒ está llevando adelante una verdadera revolución educativa que incluye la formación universitaria de docentes, la contratación de profesores e investigadores extranjeros, el financiamiento estatal a ecuatorianos que consigan becas para estudiar en el exterior, la evaluación permanente de alumnos y docentes, la implantación del examen de ingreso a la universidad estatal, el cierre de 14 universidades por falta de calidad, el concurso de todos los cargos docentes, la prohibición constitucional de huelgas en el sistema educativo y, según el propio mandatario, “el principio de una estricta meritocracia”.
Mientras tanto, en la Argentina ‒la patria de Sarmiento, como subrayó Sanguinetti‒, la agenda preelectoral está dominada por las encuestas de imagen, las negociaciones de coaliciones que prometan buenos resultados electorales sin discutir programas de gobierno y el estúpido simbolismo de fotos de las que cualquier ciudadano de a pie se olvida al día siguiente de que fueron publicadas. ¿La educación? Bien, gracias. O no tan bien. El ministro del ramo, Alberto Sileoni, dijo en diciembre de 2013, al conocer los datos de las últimas pruebas PISA: “Esperábamos otros resultados. Evidentemente tenemos que seguir trabajando. Más allá de otras discusiones, quiero centrarme en que es necesario que el sistema educativo sea evaluado permanentemente.” Llamativamente, hace un mes Sileoni no asistió ‒sí lo hizo el jefe del Gabinete, Jorge Capitanich‒ al “Encuentro nacional más y mejor educación para todos”, organizado por un grupo de entidades afines al Gobierno, donde el secretario ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso, una organización creada por iniciativa de la Unesco y convertida con el tiempo en un think-tank del populismo regional), Pablo Gentili, dijo, seguramente sin sonrojarse: “Yo recomendaría que la Argentina se retirara de PISA. Dentro de poco, con esta obsesión por las comparaciones vamos a medirles el cráneo a los niños.” 
Me duele, pero no encuentro argumentos para refutar al periodista estadounidense Roger Cohen, quien el 27 de febrero de este año, en un artículo publicado en The New York Times, afirmó que la Argentina era “un caso perverso en sí mismo” porque “hace un siglo era más rica que Suecia, Francia, Austria e Italia, y miraba al paupérrimo Brasil con desprecio”, y ahora, como dijo el politólogo Javier Corrales, “es un caso único de un país que completó la transición al subdesarrollo”.

HURACÁN 1, PASCAL 0


Igual que la mayoría de los argentinos, soy futbolero. Igual que muchísimos argentinos ‒probablemente también mayoría‒, no soy hincha de Boca ni de River. Por lo tanto, pertenezco a esa multitud variopinta de sufrientes para quienes los títulos de campeón y las vueltas olímpicas son acontecimientos que, con suerte, se dan pocas veces en la vida.
Soy un estoico hincha de Huracán. Tan estoico, que ni siquiera puedo echarle la culpa a alguien por ello. Mi padre es de Atlanta pero, como en la época de mi despertar al fútbol era cronista deportivo, cada vez que me llevaba a la cancha íbamos a ver a equipos de clubes distintos. El que sí hizo fuerza para que me hiciera de Atlanta fue mi abuelo ‒a quien hoy, más de 32 años después de su muerte, sigo extrañando‒, pero esa fue una de las dos cosas que no logró legarme (la otra, felizmente para mí, fue su simpatía por el peronismo).
Nunca logré recordar por qué, pero lo cierto es que tenía ocho años ‒corría 1968‒ cuando resolví que sería de Huracán para siempre. Lo vi campeón en 1973, con el equipo inolvidable de Houseman, Brindisi, Avallay, Babington y Larrosa que dirigía Menotti, y me ilusioné con ese lustro espectacular (tercero en 1972 y 1974, subcampeón en 1975 y 1976). Me desencanté con el retorno a la mediocridad futbolística de los años posteriores. No me resultó indiferente que otros dos grandes ‒San Lorenzo, en 1981, y Racing, en 1983‒ conocieran la Primera B mientras nosotros seguíamos orgullosamente invictos en materia de descensos.
Durante el gobierno de Alfonsín, mi entusiasmo por la militancia política fue proporcional a mi alejamiento del fútbol. En esa época fui muy pocas veces a la cancha. Pero aunque no vi ese maldito partido ni por televisión, el primer descenso, el de 1986, sigue doliéndome como el primer día. No volvimos al primer año, como San Lorenzo, ni al segundo, como Racing. ¡Cuatro años tardamos! Cuando Huracán regresó a Primera, en 1990, ya hacía más de un año que había vuelto a ir la cancha. Poco después compré un abono a platea que mantuve durante varios años.
Me ilusioné nuevamente en 1994, con el torneo perdido en la última fecha ante un Independiente sin duda mucho mejor. Sufrí el segundo descenso, en 1999, y me tranquilicé con el regreso a Primera en un año. Desde entonces, casi todo fue un desastre: descenso en 2003, otros cuatro años en la B Nacional, regreso en 2007, el robo descarado de lo que debió haber sido el campeonato en 2009 (con el equipo que dirigía Cappa, que me hacía gozar por el espectáculo que daba en la cancha y al mismo tiempo sufrir, porque sabía que se desintegraría inmediatamente aunque fuera campeón), el último descenso en 2011, el desempate perdido con Independiente a mitad de este año y, ahora, el casi milagro que necesitamos para volver a Primera.
No sé muy bien por qué, pero a medida que Huracán fue hundiéndose deportiva e institucionalmente, yo fui sintiéndome cada vez más cerca y cada vez más pendiente. Agnóstico y escéptico a más no poder, trato de ser lo más racional posible en cada acto de mi vida. Incluso, en parte, también con Huracán: no tolero las canciones de tribuna que aluden a la cultura barrabrava e intento ser analítico y crítico tanto con el equipo ‒buscando primero los errores propios, para no responsabilizar siempre a los demás por nuestras derrotas‒ como con la conducción del club. Sin embargo, creo que Huracán puede con mi inteligencia y mi razón.
El miércoles pasado, el Globo ganó la Copa Argentina. Un probable compromiso de trabajo ‒que, para colmo, no se concretó‒ me impidió ir a ver la final en San Juan. Lo vi por televisión. Al terminar el partido, mi teléfono comenzó a sonar como nunca. No recuerdo un cumpleaños para el que me hayan llamado tantos amigos. Al día siguiente, mis compañeros de trabajo me recibieron con un aplauso. Me enorgulleció y me emocionó. Pero también me preocupó: ¿es coherente que convivan en mí el ser que intenta ser racional y lógico en la mayoría de los actos de su vida y aquel al que le cuesta controlar sus emociones cuando se trata de Huracán?
Recordé inmediatamente la célebre frase de Blas Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Y a continuación, para mi tranquilidad, también la refutación que de esa afirmación hace mi amigo, el profesor César Grinstein, en su libro ConVersar - El poder transformador de la palabra. “La separación mente-corazón, o razón-emociones, es una división antinatural que poco tiene que ver con la verdadera naturaleza del fenómeno humano”, dice Grinstein, y agrega: “Si tengo algún rasgo de inteligencia, éste está dado por mi capacidad para emocionarme de tal forma por algo que sólo existe en mis deseos. Me enorgullezco de tener la maravillosa capacidad de querer algo y emocionarme en consecuencia. Lejos de pensar que mi emoción es irracional, estoy convencido de que responde a la más humana y, en ese sentido, estricta lógica racional. Querer es, tal como lo veo, la expresión más excelsa de la inteligencia humana. En el objeto de mi amor viven los valores que abrazo. El amor es un acto de reconocimiento y celebración de nuestros valores más profundos. Y los valores que nos guían no son el resultado de un proceso intuitivo, automático o irracional.” 
Me fui a dormir más tranquilo: tal vez el Globo esté de racha y, además de la Copa Argentina, acaso ascendamos. Y, de yapa, le ganamos a Pascal.


viernes, 21 de noviembre de 2014

BILLETES


Un informe de la consultora Ecolatina, reseñado anoche por varios medios en sus sitios de internet, sostiene que el peso perdió más de 90 por ciento del poder de compra que tenía en 1999. O sea: para comprar lo que hace 15 años pagábamos con un billete de 10 pesos y nos daban vuelto, ahora debemos dar a cambio un billete de 100.
El trabajo señala cosas que desde hace mucho tiempo son obvias para la mayoría de los argentinos, menos para los que deben decidir sobre estas cuestiones en el Gobierno: que “realizar transacciones cotidianas con billetes de bajo poder de compra dificulta las operaciones y genera costos innecesarios”; que “un billete de máxima denominación con tan poco poder de compra no sólo es incómodo de usar sino también implica un peso sobre las arcas públicas” porque “desde 2007 hasta hoy se gastaron más de 7.000 millones de pesos (a valor actual) en impresión de billetes y monedas, gasto que podría haber sido significativamente menor si contáramos con billetes de mayor denominación”, y que “se hace imperioso crear billetes de mayor denominación que sean consecuentes con las necesidades transaccionales, sean estos de 200, 500 o incluso 1.000 pesos”.
Razonablemente, el semanario Fortuna reparó en las dificultades para los bancos, que “cada vez necesitan más cajeros automáticos para cubrir la creciente necesidad de efectivo de la población”. Como esas máquinas se usan con mayor frecuencia e intensidad, “demandan mayor mantenimiento”. Y “el problema también es logístico”, porque “la necesidad de transportar, almacenar y velar por la seguridad de tantos billetes implica un costo para el banco que es transferido finalmente al cliente”.
A la situación descripta por Ecolatina y Fortuna quiero agregar otra que desde hace tiempo me preocupa, y es la ‒para mí, inútil e insoportable‒ costumbre de muchos argentinos de debatir acerca de cuáles figuras de la historia política del país tienen méritos suficientes o insuficientes para figurar en los billetes. No logro entender por qué jamás leí ni escuché que alguien propusiera que nuestros billetes ‒no necesariamente todos‒ rindan homenaje a grandes figuras ajenas al ámbito de la política y el gobierno.
Muchos países creyeron o creen lo que la Argentina jamás creyó: que sus artistas, científicos e intelectuales más destacados debían ilustrar sus billetes. Vayan como ejemplo los nueve casos de billetes actuales o pasados que ilustran esta nota, de izquierda a derecha y de arriba abajo: Gabriela Mistral, poeta y Nobel de Literatura 1945, en Chile; Diego Rivera, pintor, en México; Georgios Papanicolaou, médico y pionero de la detección temprana del cáncer uterino, en Grecia; Frédéric Chopin, pianista y compositor, en Polonia; Sigmund Freud, médico y padre del psicoanálisis, en Austria; Albert Einstein, autor de la Teoría de la Relatividad General y Nobel de Física 1921, en Israel; Antoine de Saint-Exupéry, aviador y escritor, en Francia; Jorge Basadre, historiador, en Perú, y Alexander Fleming, descubridor del efecto antibiótico de la penicilina y Nobel de Medicina 1945, en Escocia.
Por supuesto, la lista ‒aún incompleta‒ es más extensa: el matemático, astrónomo y físico Carl Friedrich Gauss y los escritores y filólogos Jacob y Wilhelm Grimm, en Alemania; el pintor René Magritte y el inventor del saxofón, Adolphe Sax, en Bélgica; el pintor Cándido Portinari y los músicos Carlos Gomes y Heitor Villa Lobos, en Brasil; los escritores Rosalía de Castro y Gustavo Adolfo Bécquer, y el músico Manuel de Falla, en España; el compositor Jean Sibelius, en Finlandia; el pintor Paul Cézanne, los físicos Marie y Pierre Curie, el compositor Claude Debussy, el ingeniero y arquitecto Gustave Eiffel, y los filósofos, matemáticos y físicos René Descartes y Blaise Pascal, en Francia; el escritor James Joyce, en Irlanda; el ingeniero e inventor Guglielmo Marconi y el compositor Giuseppe Verdi, en Italia; la escritora Sor Juana Inés de la Cruz y la pintora Frida Kahlo, en México; el guitarrista y compositor Agustín Pío Barrios, en Paraguay; los escritores Ricardo Palma y César Vallejo, en Perú; Marie Curie, también en Polonia, y el pintor Juan Manuel Blanes y los escritores Juana de Ibarbourou, José Enrique Rodó y Juan Zorrilla de San Martín (abuelo de la actriz China Zorrilla), en Uruguay. Todos ellos, y seguramente muchos otros, pueden encontrarse como yo lo hice: con el buscador Google.
La Argentina tiene cinco premios Nobel, un lujo del que pocos países pueden hacer alarde. Descartemos, si se quiere, a los dos de la Paz, Carlos Saavedra Lamas y Adolfo Pérez Esquivel, porque esos premios siempre son políticos. Pero, ¿no merecerían un billete Bernardo Houssay (Nobel de Medicina en 1947), Luis Federico Leloir (de Química en 1970) y César Milstein (de Medicina en 1984)? ¿No lo merecerían Carlos Gardel, Jorge Luis Borges y Astor Piazzolla, acaso entre otros?

PD: Esta nota fue reproducida el domingo 23 de noviembre de 2014 por el diario digital mendocino MDZ Online. Gracias a Roxana Badaloni y Gabriel Conte.

http://www.mdzol.com/opinion/571815-billetes/

miércoles, 12 de noviembre de 2014

LA IRRESISTIBLE FASCINACIÓN POR LOS LIBROS




Un expresidente de un país vecino llega a Buenos Aires. Como es usual, le programan varias entrevistas breves con periodistas locales. Llego a la cita diez minutos antes de la hora fijada y me sorprende verlo de pie en el lobby del hotel, con una actitud similar a la de quien viaja por primera vez, mezcla de aturdimiento y desorientación. Me presento y él, con la mayor modestia, pide autorización para sentarnos ante un pequeño escritorio, en un rincón del hall. Cuando estamos por empezar la conversación, llega la encargada de prensa y pide disculpas por haberse retrasado media hora. Allí me entero de que yo era el tercer periodista citado y, pese a mi puntualidad, deberé esperar. Cuando llega mi turno, ya ubicados en un salón del primer piso, apoyo sobre la mesa mi equipaje usual: el cuaderno de apuntes y, debajo de éste, el libro que estoy leyendo. Entonces, el hombre de Estado que venía empeñando las reservas de su caballerosidad y su oficio para disimular sin demasiado éxito su irritación por la alteración de la agenda, deja paso al intelectual que también es y, con un brillo en los ojos que no había tenido hasta ese momento, me pregunta:
‒ ¿Qué está leyendo?
Travesía liberal, de Enrique Krauze. Un poco tarde, porque lo publicó hace 11 años ‒trato de disculparme.
‒ Enrique es un escritor estupendo y uno de los más grandes intelectuales de América latina. Y aparte, un gran tipo ‒se entusiasma el visitante ilustre.
‒ No lo conozco personalmente. Además, tiene una excelente pluma ‒me engancho.
‒ Es un buen amigo. Lo curioso es que es ingeniero. Los ingenieros normalmente son de numeritos ‒se divierte.
‒ Pero también son tipos que tienen una estructura muy lógica de pensamiento ‒me animo.
‒ Es extraordinario. Enrique es fantástico. Ha escrito cosas muy buenas. Redentores es muy bueno.
Redentores lo leí. Y también El poder y el delirio.
‒ Claro, son excelentes.
Así empezó mi entrevista de ayer con Julio María Sanguinetti. Después, inevitablemente, la conversación se derivó a los temas previsibles: América latina, sus desafíos, la democracia, la economía, Venezuela, el Mercosur, las deudas en materia de educación, desarrollo e inclusión social, las oportunidades perdidas. Pero antes, el hombre que ha leído cientos, o tal vez miles, de libros y que ha respondido automáticamente cuestionarios breves a cientos, o tal vez miles, de periodistas desconocidos, no puede evitar la irresistible fascinación que, para algunos, todavía ejercen los libros.

PD: Muchas gracias a Alejandro Santa Cruz por la foto.